«Las
mujeres al servicio del Evangelio»
–Audiencia general del
14 de febrero de 2007-
Queridos
hermanos y hermanas:
Llegamos hoy
al final de nuestro recorrido entre los testigos del cristianismo naciente,
mencionados en los escritos del Nuevo Testamento. Y aprovechamos la última etapa
de este primer recorrido para centrar nuestra atención en las muchas figuras
femeninas que han desempeñado un efectivo y precioso papel en la difusión del
Evangelio.
Su
testimonio no puede ser olvidado, según lo que el mismo Jesús dijo sobre la
mujer que le ungió la cabeza poco antes de la Pasión: «Yo os aseguro:
dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará
también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mateo 26, 13; Marcos 14, 9).
El Señor
quiere que estos testigos del Evangelio, estas figuras que han dado su
contribución para que creciera la fe en Él, sean conocidas y su memoria
permanezca viva en la Iglesia.
Históricamente podemos distinguir el papel de las mujeres en el
cristianismo primitivo, durante la vida terrena de Jesús y durante las
vicisitudes de la primera generación cristiana.
Ciertamente,
como sabemos, Jesús escogió entre sus discípulos a doce hombres como padres del
nuevo Israel, «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Marcos
3,14-l5). Este hecho es evidente, pero, además de los doce, columnas de la
Iglesia, padres del nuevo Pueblo de Dios, fueron también escogidas muchas
mujeres en el número de los discípulos.
Sólo puedo
mencionar brevemente a aquellas que se encontraron en el camino del mismo Jesús,
comenzando por la
profetisa Ana (Cf. Lucas 2, 36-38) hasta llegar a la Samaritana
(Cf. Juan 4,1-39), la mujer siro-fenicia (Cf. Marcos 7,24-30), la hemorroisa
(Cf. Mateo 9,20-22) y la pecadora perdonada (Cf. Lucas 7, 36-50).
Tampoco
mencionaré a las protagonistas de algunas de sus eficaces parábolas, por
ejemplo, a la mujer que hace el pan (Mateo 13, 33), a la mujer que pierde la
dracma (Lucas 15, 8-10), a la viuda inoportuna ante el juez (Lucas 18, 1-8).
Para nuestro
argumento son más significativas las mujeres que desempeñaron un papel activo en
el marco de la misión de Jesús. En primer lugar, el pensamiento se dirige
naturalmente a la Virgen
María, que con su fe y su obra maternal colaboró de manera
única en nuestra Redención, hasta el punto de que Isabel pudo llamarla «bendita
entre las mujeres» (Lucas 1, 42), añadiendo: «feliz la que ha creído» (Lucas 1,
45). Convertida en discípula del Hijo, María manifestó en Caná la confianza
total en él (Cf. Juan 2, 5) y le siguió hasta los pies de la Cruz, donde recibió
de él una misión maternal para todos sus discípulos de todos los tiempos,
representados por Juan (Cf. Juan 19, 25-27).
Hay, además,
varias mujeres, que de diferentes maneras gravitaron en torno a la figura de
Jesús con funciones de responsabilidad. Son ejemplo elocuente las mujeres que
seguían a Jesús para servirle con sus bienes. Lucas nos ofrece algunos nombres:
María de Mágdala, Juana, Susana, y «otras muchas» (Cf. Lucas 8, 2-3). Después,
los Evangelios nos dicen que las mujeres, a diferencia de los Doce, no
abandonaron a Jesús en la hora de la Pasión (Cf. Mateo 27, 56.61; Marcos 15,
40).
Entre ellas
destaca en particular la Magdalena, que no sólo estuvo presente en la Pasión,
sino que se convirtió también en la primera testigo y anunciadora del Resucitado
(Cf. Juan 20,1.11-18). Precisamente a María de Mágdala santo Tomás de Aquino
dedica el singular calificativo de «apóstola de los apóstoles» («apostolorum
apostola»), dedicándole un bello comentario: «Así como una mujer había anunciado
al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer fue la primera en
anunciar a los apóstoles palabras de vida» («Super Ioannem», editorial Cai, §
2519).
También en
el ámbito de la Iglesia primitiva la presencia femenina no es ni mucho menos
secundaria. Es el caso de las cuatro hijas del «diácono» Felipe, cuyo nombre no
es mencionado, residentes en Cesarea, dotadas todas ellas, como dice san Lucas,
del «don de profecía», es decir, de la facultad de hablar públicamente bajo la
acción del
Espíritu Santo (Cf. Hechos, 21, 9). La brevedad de la noticia
no permite sacar deducciones más precisas.
Debemos a
san Pablo una documentación más amplia sobre la dignidad y el papel eclesial de
la mujer.
Comienza por el principio fundamental, según el cual, para los
bautizados «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer»,
«ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28), es decir,
unidos todos en la misma dignidad de fondo, aunque cada uno con funciones
específicas (Cf. 1 Corintios 12,27-30).
El apóstol
admite como algo normal el que en la comunidad cristiana la mujer pueda
«profetizar» (1 Corintios 11, 5), es decir, pronunciarse abiertamente bajo la
influencia del Espíritu Santo, a condición de que sea para la edificación de la
comunidad y de una manera digna. Por tanto, hay que relativizar la famosa
exhortación «las mujeres cállense en las asambleas» (1 Corintios 14,
34).
El problema,
sumamente discutido, sobre la relación entre la primera frase --las mujeres
pueden profetizar en la asamblea--, y la otra --no pueden hablar--, es decir, la
relación entre estas dos indicaciones que aparentemente son contradictorias, se
lo dejamos a los exegetas. No es algo que hay que discutir aquí. El miércoles
pasado ya nos habíamos encontrado con Prisca o Priscila, esposa de Áquila, quien
en dos casos es mencionada sorprendentemente antes del marido (Cf. Hechos 18,18;
Romanos 16,3): ambos son calificados explícitamente por Pablo como sus
«sun-ergoús», «colaboradores» (Romanos 16, 3).
Hay otras
observaciones que no hay que descuidar. Es necesario constatar, por ejemplo, que
la breve
Carta a Filemón es dirigida por Pablo también a una mujer de
nombre «Apfia» (Cf. Filemón 2). Traducciones latinas y sirias del texto griego
añaden al nombre «Apfia» el calificativo de «soror carissima» (ibídem), y hay
que decir que en la comunidad de Colosas debía ocupar un papel de importancia;
en todo caso, es la única mujer mencionada por Pablo entre los destinatarios de
una carta suya.
En otros
pasajes, el apóstol menciona a una cierta «Febe», a la que llama «diákonos» de
la Iglesia en Cencreas, la pequeña ciudad puerto al este de Corinto (Cf. Romanos
16,1-2). Si bien
el título, en aquel tiempo, todavía no tenía un valor
ministerial específico de carácter jerárquico, expresa un auténtico ejercicio de
responsabilidad por parte de esta mujer a favor de esa comunidad cristiana.
Pablo pide
que sea recibida cordialmente y asistida «en cualquier cosa que necesite de
vosotros», y después añade: «pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de
mí mismo». En el mismo contexto epistolar, el apóstol, con rasgos delicados
recuerda otros nombres de mujeres: una cierta María, y después Trifena, Trifosa,
y Pérside, «amada», así como a Julia, de las que escribe abiertamente que «se
han fatigado por vosotros» o «se han fatigado en el Señor» (Romanos 16, 6.12a.
12b.15), subrayando de este modo su intenso compromiso eclesial.
En la
Iglesia de Filipos se distinguían, además, dos mujeres de nombre Evodia y
Síntique (Filipenses 4, 2): el llamamiento que Pablo hace a la concordia mutua
da a entender que las dos mujeres desempeñaban una función importante dentro de
esa comunidad.
En síntesis,
la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se
hubiera dado la aportación generosa de muchas mujeres. Por este motivo, como
escribió mi venerado y querido predecesor, Juan Pablo II, en la carta apostólica
«Mulieris dignitatem», «La Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada
una… La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del
“genio” femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y
de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga
a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que
debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos
de santidad femenina» (n. 31).
Como se ve,
el elogio se refiere a las mujeres en al transcurso de la historia de la Iglesia
y es expresado en nombre de toda la comunidad eclesial. Nosotros también nos
unimos a este aprecio, dando gracias al Señor porque Él conduce a su Iglesia, de
generación en generación, sirviéndose indistintamente de hombres y mujeres, que
saben hacer fecunda su fe y su bautismo para el bien de todo el Cuerpo eclesial
para mayor
gloria de Dios.
[Traducción
del original italiano realizada por Zenit]
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